En la historia de la ética, al
igual que en la historia de la cultura, ha habido, como es fácil de imaginar,
muchas concepciones éticas. Un muestrario de esa diversidad la hallamos en la
presentación de los diferentes problemas éticos a los que se hace alusión en
los capítulos siguientes de este libro. La diversidad se expresa de muchas
maneras y puede estudiarse desde diferentes perspectivas: puede analizarse
desde un punto de vista histórico o desde un punto de vista sistemático; puede
abordarse en vinculación con las concepciones religiosas o con las cosmovisiones
culturales; puede asociarse a las obras de los filósofos, a las formas de vida
o a los proyectos revolucionarios en la sociedad. Y, no obstante, pese a esta
gran diversidad, es posible constatar en la historia, a grandes rasgos, una
curiosa y persistente tendencia a responder de dos formas principales a la
pregunta por la mejor manera de vivir. En algunos casos, estas dos respuestas
son consideradas como paradigmas de la ética, entendiendo por ello visiones
valorativas globales, internamente coherentes pero recíprocamente excluyentes.
En otros casos, las respuestas son tratadas simplemente como temas de la ética,
dando a entender así que cada una de ellas se refiere a un ámbito de los
problemas morales y que, por consiguiente, no tendrían por que ser excluyentes
entre sí. Esto es lo que debemos analizar a continuación, empezando por
preguntarnos cuáles son esas respuestas.
El Paradigma de la ética del bien
común
La idea central que congrega a
los defensores de un modelo ético como este es, decíamos, que, para ellos, el
patrón de referencias normativas de la conducta personal y social debería ser
el respeto y el cultivo del sistema de valores de la propia comunidad. Se le
llama un bien común, en alusión a la denominación tradicional entre los
griegos, porque con ella se designa un modelo de forma de vida que es considerado
ejemplar por la entera comunidad, y con el cual sus miembros se identifican de
manera explícita o implícita. Se trata de un conjunto de creencias morales
compartidas, mantenidas por la tradición, transmitidas por la educación,
subyacentes a la vida social y al orden legal, y permanentemente vivificadas
por rituales de reconocimiento y celebración. Se le llama también el Paradigma
de la felicidad porque se quiere así rendir tributo a Aristóteles, autor que
constituye una de las fuentes filosóficas principales de esta concepción ética,
quien sostuviera en sus libros que el fin último de la vida, al que todos
siempre aspiramos, es precisamente la felicidad (la “eudaimonía”).
El Paradigma de la ética de la
autonomía
La idea central que congrega a
los defensores de este modelo es, como se recuerda, que la mejor manera de
vivir consiste en construir una sociedad justa para todos los seres humanos;
este es, para el modelo, el patrón de referencias normativas de la conducta
personal y social. Se le ha denominado el Paradigma de la autonomía, evocando
el modo en que Kant caracterizara el principio central de esta interpretación
de la ética, que es el principio de la libertad del individuo, pero de una
libertad que se afirma solo mediante el respeto de la libertad de todos. La
autonomía es la capacidad que posee idealmente el individuo de pensar y decidir
por sí mismo (de “darse a sí mismo su propia ley”, como indica la etimología de
la palabra), pero de hacerlo eligiendo al mismo tiempo un marco de referencias
(una ley) que haga posible el ejercicio simultáneo de la autonomía de todos,
incluyendo naturalmente la suya.15 De aquí se deriva el sentido más general de
la palabra justicia, que da igualmente nombre al Paradigma: una sociedad justa
para todos los seres humanos sería, en efecto, aquella que estuviera regida en
todas sus instancias por el principio de la autonomía y que permitiera, por
tanto, que todos los individuos, sea cual fuere su ethos, ejercieran su
libertad sin perjudicar la de los demás. En lugar, pues, de fijar su atención
en los contenidos o los valores que pudieran defender los individuos, el modelo
se concentra en la regla general de la imparcialidad, cuya función es la de
hacer posible la coexistencia de concepciones valorativas rivales entre sí.